Al tiempo que pintaba, Sylvia Pennings se zambulló en la lectura de cuentos de hadas y ensayos sobre cuentos, fuente obligada de inspiración y reflexión. Pero fueron dos versos del poema "El primer coro de la roca" de T. S. Eliot los que suscitaron la clave:
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?
Porque una de las preocupaciones de Sylvia Pennings es abordar en su trabajo la progresiva falta de atención en la actual sociedad de la información a conceptos tales como intuición, reflexión o conocimiento; conceptos que son habilidades ya en desuso ante las posibilidades inmediatas que brindan los dispositivos de conocimiento inmediato más avanzado. Por eso regresa al principio, para avanzar. Un principio que es el del origen de los cuentos, repetidos en el tiempo y siempre distintos.
El bosque es el escenario de los cuentos que Pennings ha pintado en esta exposición. No en vano, el bosque es el lugar de su pintura que le permite regresar a otro momento inicial: aquel que sitúa la cuna del paisaje en Holanda, debido entre otras razones, como ha estudiado Javier Maderuelo, a las restricciones temáticas impuestas por los códigos de la religión protestante y al profundo aprecio de sus habitantes por un territorio que debían crear con enorme esfuerzo, ganándolo al mar. En aquellos cuadros de paisaje del siglo XVII no ocurría nada. En muchos de Sylvia Pennings tampoco, excepto en los que, como esta secuencia, la tierra arbolada tiene un papel destacado en la narración. Los cuentos, escribe Gustavo Martín Garzo, hablan de un tiempo en que el mundo, cada árbol, cada piedra, tenía una presencia tan singular como indescifrable; y cita a W. B. Yeats: "Toda la naturaleza está llena de gente invisible. Algunos de ellos son feos y grotescos; otros, malintencionados o traviesos, muchos tan hermosos como nadie haya jamás soñado, y los hermosos no andan lejos de nosotros cuando caminamos por lugares espléndidos y en calma", pero ¿como imaginar lo que nunca se vio ni pudo soñarse?, se pregunta Martín Garzo, quizás, se responde, como quiso Kafka, instalándonos en el corazón de las cosas, aunque eso signifique temblar y los cuernos de los cazadores resuenen en el bosque congelado. Como en el poema "El pabellón vacío" de José Lezama Lima.
"Se cierne el águila en la cumbre del cielo,
el cazador y la jauría cumplen su círculo".
De nuevo Eliot; cuyos versos persigue Pennings en el anhelo de recuperar la más antigua tradición oral que nutrió los exitosos Cuentos de mamá Oca de Charles Perrault, intelectual de la corte de Luis XIV que hizo del cuento de hadas un género literario en un tiempo, a finales del siglo XVII, en que el conte de fées francés, o cuento de hadas, fue entretenimiento principal de la corte de Versalles, hasta el punto de que, anota Orenstein, la gente acudía a las fiestas de la corte con el atuendo de su personaje de cuento favorito. En 1812 los académicos y lingüistas alemanes Jacob y Wilhelm Grimm editaron el primer volumen de Cuentos para la infancia y el hogar, tras un largo proceso de recopilación de historias lejanas contadas alrededor del fuego o para aliviar las faenas domésticas. Con el paso de los años, los cuentos de Perrault y de los hermanos Grimm para adultos se adaptaron a un público infantil, sin pérdida de la singularidad que los hace inconfundibles en sus numerosas versiones.
En las tierras arboladas de Sylvia Pennings aparecen episodios de Hansel y Gretel, Caperucita Roja y Blancanieves; y ocultan aquello que nos corresponde imaginar en la secuencia que titula Como nadie haya jamás soñado. Objetos mágicos e imágenes tomadas de las diferentes versiones que enriquecen los cuentos, construyen una composición que dirige al espectador hacia un territorio sombrío de advertencias, amenazas y prohibiciones. Es preciso atravesarla para llegar al claro del bosque. Y regresar a Eliot:
"El infinito ciclo de las ideas y de los actos,
infinita versión, experimento infinito".