Se trata de la vida - Alejandro J.Ratia - 2008

«No la tentó a abandonar el camino del deber con joyas brillantes, ricos vestidos, lujos mundanos o placer sino con la promesa del conocimien­to, con la sabiduría dolos dioses. (..) Comparada con Adán resulta supe-sor durante todo el drama».

LILUE DEVEREUX BIAKE

A finales del XIX, Elizabeth Cady Stanton, pionera del feminismo norteamericano, dirigió un curioso proyecto de relectura de la Biblia, organizando un comité de exegetas femeninas donde a la escritora Lillie Devereux Blake le tocaría comentar el Génesis y, en concre­to, el episodio del Pecado Original. La tentación a la que sucumbe Eva no se refiere, según ella, a valores superficiales o quincalla moral, sino a la conquista de la sabiduría como un valor intercambiable con la inmortalidad. La comentarista viene a decirnos que la serpiente no hubiera podido engañar al hombre, porque éste, satisfechas sus necesidades materiales y establecido su reinado sobre la naturale­za, no hubiera cambiado su felicidad por nada de este u otro mundo. Que la primera mujer cayese en la trampa, nos habla de una ambición distinta y superior Ese tipo de ambiciones están ligadas con la inquietud creativa y con el amor por las ficciones. Si la pre­tensión de ser como dioses —o como diosas— acarrea el castigo de una vida efímera, esta condición mortal se compensa con las répli­cas de lo corruptible urdidas por el arte. La primera pintora, o mejor dicho, la primera en representar una figura humana fue, según la leyenda una mujer, la hija de Butades. Ella dibujó sobre la pared el perfil de su amante, que marchaba de su lado y tal vez no volviera. Un primer esfuerzo por retener la vida o su simulacro en forma de memoria plástica.

Este papel protagonista y casi demiúrgico de la mujer queda aparcado en la historia y relegado durante siglos. Como bien dicen las Guerrilla Girls, en uno de sus provocadores carteles, la mayor parte de las mujeres que aparecen en los museos están desnudas y hay muy pocas que firmen los cuadros. «¿Tienen que desnudarse las mujeres para entrar en el Metropolitan Museum?», pregun­tan. El canon occidental de la Historia del Arte ha sido masculino, no sucediendo en este ámbito nada que no sucediera en la polí­tica. No hace falta decir que el papel de las mujeres en el mundo del arte ha cambiado de un modo radical en las últimas décadas. De la excepción se ha pasado a una aparente paridad. Entre los artistas emergentes, me atrevería a decir que el número de mujeres puede superar al de los hombres. O al menos es éste el caso del arte aragonés contemporáneo, aunque se interprete otra cosa en un contexto institucional. El Gobierno de Aragón, por ejemplo, viene concediendo el Premio Aragón Goya desde 1996 —año en que se concediera a Antonio Saura— pero se ha tenido que esperar hasta el 2008 para que se le otorgue a una mujer, a Louise Bourgeois.

Esta extraordinaria artista, la casi centenaria Louise Bourgeois, se ha convertido en un modelo en quien muchas otras mujeres se han mirado. Ella dijo, en cierta ocasión que «el arte trata de la vida, y en eso consiste todo». Es éste, en cierto modo, el punto de vista que las mujeres han aportado al Arte Contemporáneo, una forma nueva de involucrarse con la realidad.Y lo que las artistas han aporta­do al escenario aragonés, muy en concreto, es aire fresco, y no sólo en un sentido figurado sino literal. En buena medida, las artes plás­ticas aragonesas habían estado tan hundidas en el barro como el perro de Goya, abrumadas por imágenes telúricas, siendo el pintor, escultor o fotógrafo una víctima edípica de la Madre Tierra o la Madre Zaragoza (en expresión de Víctor Mira). Pero en los cuadros de una pintora como Teresa Salcedo, el paisaje es más bien aire y agua, levedad y luz que tierra. La irrupción del arte femenino ha teni­do, de entrada, la virtud de ampliar nuestro imaginario, rescatando de las arenas movedizas al viejo perro de Don Francisco.

Las novedades de la perspectiva femenina se observan tanto en su relación con lo otro, con el contexto físico y social, como en la forma en que la propia autora se hace parte de su obra. En el universo masculino, sobre todo entre los pintores de raíz expresionista -en la tra­dición de «El Paso»-, el yo se manifestaba en el objeto como firma, e incluso el propio cuadro podría llegar a considerarlo un gran autó­grafo. La realidad exterior, de aparecer, lo haría deglutida y transformada en el estilo, autorretrato implícito del creador. La perspectiva femenina suele preferir, por el contrario, una presencia dramatizada, apareciendo la propia artista como protagonista, bien a través de los mecanismos del rito y la performance (Mapi Rivera), bien por la adopción de un personaje que puede resultar próximo al cómic (Eva Armisén) o heredar una actitud romántica a la hora de representarse (Lina Vila). Más allá del estilo se trata de la presencia y la intromi­sión. Un alter ego plástico puede permitir que la creadora juegue al escondite con la realidad de un modo muy sutil, en ocasiones, apli­cándose a sí misma la paradoja que Magritte escribiera al pie de su pipa. «Celle-lá n'est pas Alice», se titula un trabajo de AliciaVela. Incluso en la práctica aparentemente pura de la pintura, tal como la ejerce Julia Dorado, la impureza de la vida se cuela inevitable, a la manera de un patchwork donde las cosas son y se explican siendo lo que son, y donde la artista se mueve alrededor -invisible salvo por la sombra de su ironía. En varias creadoras actuales (como Sylvia Pennings) aparece la palabra «mapa» como referencia necesaria. El arte se mani­fiesta como una cartografía de la realidad, pero una realidad hasta cierto punto intemporal y un mapa del tesoro del deseo. Esto es lo que clavan en la pared las artistas, delante de nuestros ojos, para que los abramos y despertemos.